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—Verá –continuó, nerviosa–, dos de ellas pertenecen a mi esposo y a mí, las otras a nuestros hijos. Pero ellos ahora viven en la Ciudad Gris, por lo que no debe usted preocuparse. Pueden quedárselas.
—No se preocupe, serán suficientes –dijo Maki al momento que introducía su mano desnuda en el agua hirviente de una de las ollas y bebía un poco de infusión.
La mujer suspiró aliviada. El campesino dio un paso al frente y envolvió a su esposa con el brazo.
—¿Hay algo más que podamos hacer por usted o sus seguidores, buen señor? –preguntó.
—Nada –replicó Maki mientras bebía un poco más y le alcanzaba la olla a uno de sus esbirros–, no guardo asuntos con ustedes.
—Si ese es el caso, señor, mi mujer y yo nos retiraremos a descansar. Bendiciones en su viaje –dijo el hombre antes de hacer una reverencia y marcharse.
Maki, para sorpresa de sus seguidores, asintió inclinando levemente la cabeza.
—¿Quiere que les dé muerte a estos asquerosos aduladores de druidas? –preguntó un esbirro al momento que los campesinos ingresaban en su cabaña.