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Al recordarlo sentí náuseas. Me consume la culpa por no haberme dado cuenta del tormento que James debía de estar padeciendo. Intenté protegerlo de lo que yo pensaba que era agresividad física. Con toda ingenuidad, ni se me pasó por la cabeza que estuviera sucediendo algo de índole sexual. Retomé el contacto con James. Me confirmó que los abusos sexuales ocurrieron y me pidió que diese el nombre del profesor que tantísimo daño le causó. Yo recordaba ese nombre.

Desgraciadamente, hoy me doy cuenta de que es posible que James no fuera la única víctima. Había varios niños que le tenían miedo al señor Lee y por eso, a finales de ese año, prohibí que mis alumnos de primaria asistieran a sus clases de boxeo. Mis colegas de sexo masculino me tildaron de mujer sobreprotectora. Menos mal que lo fui.

Lamento profundamente que James haya sufrido tantísimo y durante tanto tiempo. También me inspira un inmenso orgullo que haya sobrevivido a todo aquello y que lo haya superado. Se merece el mayor éxito y la mayor felicidad en la vida. Las cicatrices y las heridas profundas a veces nos hacen más fuertes.

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