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En semejante mundo, como sucedería, por lo demás, con cualquier otro fenómeno social o sector de la convivencia, ese proceso de institucionalización de los mercados puede articularse abstractamente según tres «filosofías» o alternativas legales distintas, a saber:

i) El régimen de libertad general, como es obvio nunca absoluta, pero limitada tan sólo por el Derecho penal, que actuará como frontera represiva sólo cuando la acción de los operadores económicos desemboque en comportamientos delictivos (v.gr. maquinaciones para alterar los precios y actos de manipulación de los mercados, ya contemplados entre nosotros desde el Código Penal de 1848, ex art. 449). Con pocas incrustaciones de legalidad administrativa –mayormente orientadas a definir la forma de «establecimiento» de los mercados públicos (en otro tiempo de competencia municipal o regalía de los príncipes territoriales) y, en su caso, dirigidas eventualmente también a «delegar» funciones ordenadoras o disciplinarias– que se encomiendan a los propios custodios del mercado, ésta fue la ordenación tradicional de mercados y ferias, acentuada incluso en los Códigos liberales del siglo XIX. Recuérdese que desde sus mismos orígenes las propias Bolsas se reglamentaron por Leyes especiales como materia «desaforada», remitiéndose las pocas normas de los Códigos a esa regulación especial, que finalmente concretaban los llamados –no por capricho– Reglamentos de «policía y régimen interior» de cada una de ellas.

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