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V. PERSPECTIVA INSTITUCIONAL

En esta aproximación que realizamos al fenómeno del mercado, con método interdisciplinar (económico y jurídico), una cosa puede afirmarse como suficientemente segura: lo que se llama «el mercado» no es una pura realidad natural del mundo de la Economía, desprovista ab origine de cualquier componente jurídico. De hecho, la propia articulación de cualquiera de esos centros de contratación resulta inconcebible, pensando con realismo, desde su misma fase de constitución, sin la existencia de algún tipo de reglas, autónomas o heterónomas, consuetudinarias o escritas, que aseguren su organización y hagan posible su funcionamiento.

De esa fenomenología, nutrida contemporáneamente de elementos económicos y jurídicos, los economistas seleccionan –como es obvio– los aspectos que ayudan a explicar la realidad de una manera coherente y lo más simplificada posible, prescindiendo frecuentemente de lo que tales especialistas llaman correctamente aspectos normativos por suponer juicios de valor opinables y ajenos a aquel propósito (pero ciertamente muy relevantes para quienes se ocupan de la llamada «Política económica», que se ha ido separando así del viejo tronco de la «Economía política», sustituida progresivamente, a su vez, por la «Teoría» o el «Análisis» económicos). Los juristas, por el contrario, deben centrarse precisamente sobre tales componentes valorativos, no sólo para dar cuenta de las alternativas ordenadoras (insistimos, siempre políticas a secas) que ha preferido seguir cada sistema, sino, sobre todo, para poner de manifiesto lo que sin duda es también un «hecho científico» mucho más exacto, a saber: que no hay mercado, ni en singular ni en plural, que esté funcionando verdaderamente fuera del sistema social o en condiciones distintas de las que permite el grado de desarrollo existente en un momento histórico determinado. Por esa razón, los estudiosos de la «gran transformación» (POLANYI), es decir, de la generalización de esa lógica de mercado a todo el sistema social, están en lo cierto al advertir la muy diferente significación y casi nula comparabilidad entre las formas de mercado que conocieron los imperios antiguos, las incipientes que fueron manifestándose después en espacios geográficos muy concretos al calor del ius mercatorum desde la Edad Media, hasta llegar a la conceptualización mucho más tardía del modelo con posterioridad a la denominada Revolución industrial por la Escuela de Manchester y la ulterior Economía neoclásica. En ese momento, como veremos muy pronto, el modelo empieza a traicionar sus propias premisas en un aspecto tan central como es la idea de la soberanía del consumidor. Y en la evolución sucesiva –no ya ni simplemente del modelo teórico, sino sobre todo de su encarnación práctica a través del llamado sistema capitalista, también llamado de modo más técnico de «economía de mercado»– han ido descomponiéndose asimismo otras muchas piezas de aquel aparato conceptual, que realmente se había sostenido tan sólo –lo veremos también en seguida– gracias a la acción «reconstructiva» del Derecho y de la intervención legislativa del Estado. Situación esta última que empieza igualmente a verse alterada por los decisivos envites que la llamada «globalización económica» supone para una soberanía distinta (en este caso para la propia soberanía nacional), en la medida que dificulta el sometimiento al referido «imperio de la Ley» de la actuación transfronteriza de los actuales global players e impide cada vez más –en la esfera macroeconómica principalmente– la realización de políticas públicas, a menos que sean «negociadas» entre los diversos Estados (progresivamente menos autónomos) y las superempresas (cada día más autosuficientes) que dominan de facto el escenario económico mundial.

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