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Por ello, debido al arraigo que las prácticas descritas habían tenido en nuestro país, la violencia denominada obstétrica se mantuvo siempre en un segundo plano –a excepción quizás de los pasos que se habían dado en el cese del veto o control total del vientre a través de la Ley Orgánica 9/1985, de 5 de julio de 1985, en la que se permitía el aborto en tres supuestosssss1–, en comparación a aquellas otras mucho más visibilizadas como los abusos sexuales o las agresiones, recogidas y tipificadas en el Código Penalssss1. Sin embargo, la misma seguiría degradando, oprimiendo e intimidando a las mujeres dentro del sistema de atención a la salud reproductiva, sobre todo en la fase del embarazo, parto y el postparto. Conscientes de ello, tal y como veíamos en la introducción de este trabajo, desde las Naciones Unidas se habrían pronunciado de manera mucho más firme al respecto en la última década –2014 y 2019–. Así pues, desde una perspectiva mucho más consciente y visibilizadora, la violencia obstétrica comenzaría a emerger con mayor peso como una violación de los derechos humanos y reproductivos ya bien por ser física –por procedimientos innecesarios e invasivos en el embarazo y parto, falta de respeto a los ritmos naturales del mismo o a la voluntad de la mujer gestante–, o ya bien psíquica o psicológica – trato humillante, denigrante o despectivo, o incluso el ninguneo de la madurez o capacidad de la misma–. La pérdida del peso de sus voces, la falta de empatía o lenguaje infantilizado, son, sin embargo, a día de hoy, barreras contra las que sigue costando trabajar. Así, son comunes los relatos como el que sigue, y que, sin tener que ser, necesariamente, relativos al momento del parto, manifiestan de un modo claro la idea que venimos recogiendo:

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