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Hablando de senderos, casi olvido los míos, cajas de sorpresas que guardaron en su interior aquel paisaje desconocido y bello, que deleitó mis ansias y cabalgó en mis ojos, como centelleante estrella de colorido brillo; si contemplé los lagos de agua clara, incrustados cual gemas en la imponente montaña, vivir así y sentir al silencio más hermoso y ligero, lagos de verdes ojos pintados a pincel en esta mágica geografía de mi tierra bendita, canto rítmico de agua que me quita hasta el aliento, deteniendo en su murmullo mi controvertido tiempo.

Quito, tierra del sol equinoccial y piel de guerreros ancestrales, la que cultiva al poeta y acuna una guitarra; la misma cara de Dios que canta en el amanecer y despierta con la luz ligera y límpida recostada en su fértil montaña; aquella que deleita con ligero tintineo de ríos caudalosos vestidos de agua mansa; la de los volcanes imponentes, delineados con trazos perfectos de belleza inusitada; la del rondador y la humilde choza del indio, que es el amo y señor de los sembríos; la del oro negro y los tesoros asaltados en la conquista impune, calles empinadas adornadas de faroles y plazas señoriales que vigilan de cerca a sus iglesias, empapadas del ayer español y hoy mestizo.

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