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Madres y mujeres buenas, que detrás del insomnio no abrazaron primaveras; su dolor las ha sumido en eterno crudo invierno; mujeres buenas cansadas de persistentes auroras, donde ninguna voz ya las nombra ni les pide nada, pasaron ya a la posteridad. Y qué importa la lírica prosa de improvisado poeta, quien en rima discordante imprimió ahí en su almohada un amor a renunciar, si ellas con su dolor dibujaron a distancia aquellos senderos fértiles, perdidos en la penumbra, donde el fruto de sus entrañas los volverán a pisar, pues en el lienzo del tiempo quedarán impresos por siempre los nombres de sus hijos bien amados, ya los llevan en el alma hasta la eternidad.
Exhausta ante tantos sentimientos volcados en zozobra con el permiso de Dios, sonámbula de sueños volví a rondar callada por la casa, nuestra casita de paredes francas y de fortuna innata. Ella cobijaba nuestras vidas motivándome a cantar viejos boleros; debía revivir de entre los muertos sin saber si era yo o había cambiado, si quizás redimiendo al desencanto usaría la misma llave con la que podría abrir la puerta del olvido y consentir que la música romántica me envolviera deshojando mil noches, y ellos, siempre ellos, mis musas y motivos, prendían la hoguera de la fe y del cariño, reían inocentes sin rencores, ausentes del miedo y del espanto, sin saberse solos ni abandonados del respaldo de aquel progenitor siempre perdido, en fugaces chispas de lumbre que a lo lejos esbozaba la sombra de cualquier luz en la pared, aquel a quien querían sin engaños ni demandas, cristalinos corazones de agua pura y caudalosa, ojitos leales de ventanal abierto a la esperanza, dibujando nuestro sendero.