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Aprovechamos aquellos días para recorrer aquel espacio escondido entre ásperos acantilados y una floresta indómita. Y así descubrimos aquellos maravillosos rincones. Y me sedujo. Me enamoré del mar, de la luz, del bosque que rodeaba la pequeñísima aldea, de aquella diminuta ensenada que invitaba al baño, a la que se llegaba a través de una escarpada ladera; de las distintas tonalidades del azul de sus aguas y de las caracolas traídas por las olas y esparcidas por la arena. Nunca había visto tantas. Siempre me había gustado pasear por la orilla de los mares que había conocido mientras miraba primero, y empecé a buscar y coleccionar después, distintos tipos de conchas y hasta pequeñas piedras pulidas por el agua que me llamaban la atención. Más tarde, en casa, llenaba con ellas bandejas, tarros de cristal y todo lo que se me ocurría. Era una forma de tener el mar cerca. Siempre me ha encantado y cautivado el mar, aunque en realidad viviese a muchos kilómetros de distancia. Pero en aquellos mares no solía haber caracolas en las playas, aunque en las del sur de mi país descubrí unas diminutas que me parecían preciosas. Me fascinan las caracolas. Siempre me han parecido misteriosas, tan misteriosamente arcanas como una llamada de lo desconocido, de la aventura del conocimiento… Tan misteriosas e incomprensiblemente mágicas como el amor. Como las espirales grabadas en cuevas y rocas prehistóricas, un símbolo que la naturaleza nos regala en multitud de formas y que intenta transmitirnos algún secreto relacionado con el origen de la vida, pero que nunca hemos sabido interpretar del todo. Por eso, cuando vi tantas, aunque ninguna de las más grandes, de esas que venden en algunos establecimientos turísticos, se removieron mi curiosidad infantil y mi fascinación adulta.

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