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Entre los recuerdos de mi niñez hay uno muy nítido: la alcoba de mis abuelos maternos, una habitación que comunicaba con el dormitorio, y en ella una gran cómoda con varios cajones. La parte superior, cubierta con un fino tapete de encaje blanco, estaba llena de fotografías familiares y, en los dos extremos, sendas caracolas gigantes que mi abuela tenía como oro en paño. Desconocía su origen, pues por aquellas tierras no había mar, aunque había oído contar a mi madre que mis abuelos vivieron una temporada en Galicia, por lo que es posible que alguien se las regalase o las hubiesen comprado allí.
Siempre que entraba en aquel aposento, mis ojos infantiles se quedaban hipnotizados con aquellas preciosas y enormes caracolas. No alcanzaba a cogerlas y, aunque hubiese alcanzado, tampoco me lo habrían permitido. Pero de vez en cuando, tanto mi abuela como mi madre me las acercaban al oído para que oyese, según ellas, el ruido del mar, el ruido de las olas al chocar con las rocas o los sonidos que producían los delfines y las sirenas al intentar comunicarse con los seres humanos. Ni que decir tiene que mi curiosidad e imaginación infantil me hacían oír con fascinación todos esos sonidos, intentando entender el lenguaje de esas sirenas que, anteriormente, había visto dibujadas en un libro que mi abuela me dejaba hojear, también de vez en cuando. Supongo que de ahí me viene mi atracción por las caracolas y el irreprimible deseo de llevármelas al oído en cuanto veo alguna.