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Por eso, cuando aquella aldea, sus gentes y su poderoso entorno me tocaron el alma no pude resistirme y no lo pensé ni siquiera dos veces. Al regresar de aquel viaje vendí mi casa, los muebles y todo lo vendible, regalé otras cosas como libros y discos a mis amigos y, sin hacer caso de las muchas voces que intentaron disuadirme de lo que casi todos ellos consideraban una auténtica locura, llené dos maletas con ropa, calzado, utensilios de aseo, la cámara de fotos y el ordenador portátil y compré un billete de avión. Tenía 64 años y acababa de prejubilarme hacía justo un año, por lo que con el importe recibido por mi casa y mi pensión podía permitirme aquella aventura de volar a un país extraño para llegar a un pequeño punto de su geografía que sentí mío nada más conocerlo. Me sentía con fuerzas y salud para acometer aquella empresa.
Así que de pronto me convertí en una emigrante, pero, dada mi situación económica holgada, podría clasificarme como emigrante no de lujo, pero sí sin problemas. Muy distinta de todos esos seres humanos que se ven obligados a dejar su país por las escasas o nulas oportunidades para trabajar o por la pobreza o miseria a la que se ven abocados a consecuencia de los comportamientos canallescos y corruptos de los dirigentes de sus gobiernos, o a consecuencia de las guerras promovidas por la ambición, la avaricia y la insensibilidad de otros países, más los intereses cruzados de los beneficios de la industria armamentística y las empresas que reconstruyen lo que sus gobiernos han arrasado. Una rueda de violencia programada que va dejando por el camino millones de víctimas ante la desidia o el silencio cómplice del resto del mundo y, sobre todo, ante la inutilidad de la ONU, donde el veto de las grandes potencias impide cualquier acción para frenar los genocidios atroces que suponen estas malvadas y criminales políticas. Lo llaman «daños colaterales», que, por supuesto, nunca alcanzan a las élites o a los responsables de la violencia, las guerras y la destrucción de la vida.