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No tardé mucho en hacerme con los vecinos a medida que los iba conociendo y que ellos fueran aceptando mi presencia. Mientras hacían las obras de mi hogar, me alojé en casa de María y Víctor, a los que considero como mis padrinos en mi nueva vida. Durante los seis meses que duraron los arreglos fuimos trabando una buena amistad. Les tengo un cariño muy especial. Ya en mi nueva vivienda, al principio compraba a la comunidad los alimentos que necesitaba, aunque no tardé demasiado en tener mis propias gallinas y mi propio huerto, tras aprender de ellos lo necesario para cuidarlo. También me han enseñado otras muchas cosas, como hacer jabón, quesos, mermeladas, el conocimiento de algunas hierbas «curalotodo» de la zona y, sobre todo, reciclar, no tirar nada. La imaginación consigue que aquí todo sea reutilizable.

Cuando me fui integrando, empecé a asistir a las asambleas y me emocioné al vivir la democracia en su estado más real y más puro. Aquí nadie es más que nadie y la solidaridad y la ayuda a quien lo necesite son totales en toda la aldea. Si tuviera que definir su forma de vida, se acercaría mucho a la teoría de un comunismo perfecto y a la autogestión. Cada familia es dueña de su vivienda, sus enseres, sus animales y su huerto, pero todo lo que sacan con la venta en el mercado de sus excedentes, así como de sus trabajos de cestería y madera (pequeños muebles y objetos hechos a mano), hermosos tejidos de lana y tres variedades de riquísimos quesos y otros productos que elaboran, va a parar a una hucha común que sirve para cubrir cualquier necesidad, tanto comunitaria como individual. Las puertas de las casas nunca se cierran, es más, ninguna puerta tiene una cerradura con llave, sino un simple pestillo, algunas ni eso, y los tres vehículos que hay en el pueblo siempre tienen las llaves puestas por si hay alguna urgencia y alguien los necesita. Creo que estas sanas costumbres solamente pueden darse en comunidades tan pequeñas y tan aisladas como esta aldea.

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