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Otras veces suelo tomarme un café en el bar y charlar con quien esté allí en ese momento. El cafetín es como la sala de estar y una especie de ayuntamiento o casa comunitaria de la aldea, así como la escuela y el lugar de las asambleas. Si hay servicios comunes, todos se llevan a cabo en las dependencias anexas al bar. Desde la instalación de las tres lavadoras hasta una cocina con dos grandes hornos, dos ordenadores, sobre todo para los más jóvenes, con un escáner y una impresora, y una pequeña biblioteca que me he encargado de ir aumentando, así como un pequeño almacén donde cada familia deposita sus excedentes y toma otros productos que ellos no hayan generado.

También hago fotografías, que empecé exponiendo en las paredes del salón colectivo para que se las llevasen si les gustaban. Después alguien pensó en enmarcarlas y tratar de venderlas también en el mercado. Y dicho y hecho. Al principio no fue muy bien, pero después de unos dos meses se vendían todas, cuyo importe iba a parar también a la caja común. Y hace un año también he empezado a escribir. Esto último ha sido una necesidad imperiosa, porque necesito comunicar y afianzar aún más lo que he sentido desde que llegué aquí. Necesito compartir el universo mágico y el amor que he descubierto en este lugar y que al principio hasta me hizo dudar de mi propia cordura. Pero ahora sé que la locura no ha invadido mi mente y que lo que he visto y he vivido es real, tan real como este minúsculo punto en el mapa, cuyo nombre no he dicho ni diré nunca, quizás para que el turismo de masas no llegue hasta aquí y con él la especulación capaz de arrasar cualquier enclave y finiquitar una forma de vida sin el más mínimo pudor; quizás por el respeto que profeso a su naturaleza y a sus misteriosas gentes; o quizás porque me he convertido en una guardiana más de sus secretos.

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