Читать книгу Más allá de las caracolas онлайн
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Cuando entré en el bar, los saludé con la mano y me dirigí a la barra. María se acercó y me pidió que me sentase con ellos. La seguí, con los duendecillos de mi estómago un pelín inquietos, pero con satisfacción disimulada. Por fin iba a conocer a Nina. Me senté y nos presentaron. Entonces la miré. Su rostro era más alargado que los de María y Amanda, parecido al de Lucía, con la barbilla más pronunciada y los pómulos marcados, pero sus ojos me alucinaron. No había podido darme cuenta en nuestro fugaz cruce de miradas, durante la asamblea, de que no eran negros como los de casi todos los habitantes de la aldea, sino verdes, de un verde oliva intenso que, al contrastar con su tez morena y su pelo negro, me dejó sin habla. Me pareció la mujer más preciosa y fascinante que había visto nunca. Creo que en aquel momento los duendecillos de mi estómago querían trepar por mi esófago para asomarse desde mi boca y comprobar qué era lo que me había impactado tanto como para hacerlos brincar.
No podía dejar de mirarla, pero ella tampoco. Su penetrante mirada me conturbó totalmente y me llenó de confusión, no exenta de cierto temor, por la zozobra que me produjo. Cuando la miré a los ojos, aquellos ojos, noté que su mirada, a través de los míos, me desnudaba el alma. Me dejó con tal desconcierto que fui incapaz de reaccionar y no recuerdo si conseguí decir alguna frase. Fue Amanda, como no podía ser de otra manera, la que llevó el peso de la conversación. Al cabo de un tiempo Nina, que no había dejado de traspasarme con su mirada, dijo que tenía que irse. Se levantó y, tras darme la bienvenida a la aldea y desearme que fuese feliz en ella, se marchó con Lucía, no sin antes, ya de pie, volver a mirarme, esta vez con una sonrisa en su cara, que me pareció la sonrisa más cautivadora que me habían dedicado en toda mi vida.