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Al día siguiente me pasé por el bar para ver si coincidíamos, pero regresé a casa con cierta decepción. No la vi ni en el bar ni por la aldea y no me atreví a indagar más datos sobre ella. Por la noche, después de cenar, cogí un libro con la intención de leer un rato, pero no conseguía centrarme. Seguía con su imagen en mi cabeza.

Pasó una semana y no volví a verla, hasta que un día, al entrar en el cafetín, intuí que estaba allí. A pesar de que la había buscado durante varios días, me pilló por sorpresa y noté, según me acercaba a la barra, que los nervios estaban haciendo piruetas dentro de mi estómago. Nina estaba sentada en una mesa hablando con Manuel, el marido de Elena, con Víctor y María y con otras dos mujeres del pueblo, Lucía y Amanda. Me apoyé en la barra, de espaldas a ellos, y pedí un café.

Lucía y Amanda son dos de las mujeres jóvenes de la aldea, de unos 35 años. Lucía es seria y de carácter fuerte, pero muy amable. No conocía que tuviese pareja, cosa que me extrañó, pues es muy muy atractiva. De cara alargada, piel morena, estatura mediana (1,60 aproximadamente), esbelta, con el pelo rubio oscuro, muy corto, y unos ojos del color de la miel. Me gustaba mucho y había accedido a que le hiciese varias sesiones fotográficas. Me llevo muy bien con ella, aunque en lo referente a su vida íntima es un poco… no sé si misteriosa o introvertida, pero en ese terreno aún no he conseguido ganarme su confianza. Todo lo contrario que Amanda, su más íntima amiga, que es un auténtico vendaval que vuelve locos a los del pueblo, incluido su marido, Miguel, el encargado de la gasolinera y el taller, a quien no le falta trabajo, teniendo siempre a punto tanto los vehículos comunitarios como los motores de las dos barcas de pesca y de las dos zódiacs que completan su escuadra marinera o cualquier otro utensilio mecánico o eléctrico que exista en la aldea. Amanda es muy vital y divertida. También es bastante morena, más que Lucía, de rostro redondeado, pómulos muy marcados y media melena de pelo negro. Sus ojos negros y vivarachos irradian alegría y cualquier motivo es más que suficiente para organizar una comida o un baile comunal. Le gusta el teatro y es la encargada de montar y dirigir alguna pequeña obra que los improvisados actores representan para el resto del pueblo, bien en el salón comunitario o, si el tiempo es bueno, en la diminuta playa, a la que se accede zigzagueando, como ya he dicho, por los senderos de una empinada ladera. También hace lecturas para los mayores o escenifica cuentos para los niños, que la adoran. Es la madre de Martina, una traviesa y bulliciosa niña de cinco años que domina la pandilla infantil. Con Amanda he hecho bastante amistad y a veces colaboro en la escenificación de algún cuento. Me divierte mucho, aunque a veces es un torbellino que me agota. Tanto ella como Miguel son de ese tipo de seres humanos que sientes como si los conocieras de toda la vida y en los que sabes que puedes confiar.

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