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El primer año se me pasó en un soplo. Entre las obras y los arreglos de mi hogar, comenzar mi huerto, hacerme con una docena de gallinas e irme familiarizando con sus costumbres y los giros o mezclas lingüísticas entre el castellano y su idioma, cuando me di cuenta estaba celebrando en el bar mi primer aniversario. Mi vida era muy sencilla: los quehaceres del día a día, pasear con Tao y Greta y leer; me traen los libros de la biblioteca del pueblo del mercado y a veces me acerco yo a por ellos. Cuatro mujeres de mediana edad se turnan en las labores de enseñar a los doce niños pequeños que hay en el pueblo. Paso bastantes ratos con ellas en la escuela, que no es otra cosa que un salón anexo al bar. Me sorprendió que todos los habitantes de la aldea supiesen leer y escribir. Pero además de leer y escribir e instruirles sobre las matemáticas más básicas y algo de geografía, literatura e historia, les enseñan lo más importante: cómo sobrevivir, cómo vivir sin depender de nadie de fuera en aquella dura tierra que han conseguido someter, generación tras generación, hasta lograr que el entorno se haya convertido en un aliado fiel que les permite vivir y alimentarse sin problemas.

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