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Sin embargo, a pesar de mi situación, sé que puede parecer una locura abandonar mi país, mi ciudad, mi familia y mis amigos para irme a vivir sola a un lugar al otro lado del océano, pero lo que sentía en mi interior era tan fuerte que, como ya he dicho, no lo pensé dos veces. Había conocido multitud de lugares preciosos para vivir, pero ninguno de ellos me había producido un deseo tan vehemente como para decidirme a trasladar mi hogar, sin saber si iba en busca de una utopía o a toparme con una distopía que destrozara mi vida. Pero ese deseo surgió allí, en otro continente desconocido para mí, en una aldea perdida entre el océano y las montañas. Había algo, un encanto, una energía especial que emanaba de aquel entorno y de sus gentes, que me llamaba, y supe que, de alguna forma, yo pertenecía a aquel lugar. Pensé también en la manera tan extraña de descubrir la aldea, como si el destino me hubiese guiado hasta ella.

Cuando tomamos una decisión o nos ocurre algo, la experiencia me ha enseñado que no hay que analizarlo en el momento en que sucede porque es muy posible que nos equivoquemos al valorarlo. Podemos creer que lo que acaba de ocurrirnos es malo o bueno desde la percepción de nuestro presente, pero ignoramos las consecuencias que ese suceso puede tener en el futuro, tornando lo que puede parecer positivo en negativo o lo negativo en positivo con el paso del tiempo. Desconocemos realmente la derivación o el desenlace que el leve aleteo de una mariposa o la caída de una ficha de dominó en el presente puede tener en nuestra vida futura.

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