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Había olor a carnes asadas y a fermentaciones de frutas.

Y bulla, mucha. También alcohol, por supuesto. En todos los locales y en todos sus grados. Infaltable en la fiesta de la Independencia.

La llovizna fina continuaba. Alguna señora protegía su peinado usando la cartera de paraguas.

La escena, esta escena, se enquistaba en el siglo pasado. Segunda mitad de los setenta. Cuando padres, abuelos y tías circulaban juntos entre los puestos de la feria y jugaban con sus niños a derribar suaves peluches o erguidos soldados sobre tablones de madera. Se disparaba a patos metálicos porfiados.

La nueva feria atraía más gente que lo habitual. El país mostraba un repunte económico y esa esperanza de bienestar aflojaba el presupuesto y hacía cundir la alegría.

El municipio había asignado ese espacio para la fiesta nacional esperando no tener problemas con la pequeña pendiente de la ladera. Se dispuso que el estacionamiento de los locatarios estuviera arriba del terreno y que abajo fuera el del público. Al centro: dos hileras paralelas de luces coloridas demarcaban la amplia avenida de transeúntes.

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