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En los locales, los parroquianos bailaban corridos o cumbias. En dos o tres las orquestas tocaban en vivo. Comían carnes encebolladas y chorizos en pan francés.

El frío de esa tarde obligaba a saltar, a moverse rápido, a buscar abrigo en algún mesón. Los clientes cerraban sus chaquetas; guardaban sus manos en los bolsillos y levantaban las espaldas para proteger el cuello del viento helado del atardecer.

El padre de la familia Casas, minutos antes, había tropezado y decidido, por seguridad, bajar a la niña de sus hombros. La llevaba tomada de la mano con firmeza cuando empezaron los gritos y la batahola, pero en el desorden alguien la había empujado y soltado de sus dedos. Por un momento la perdió. No lograba verla adelante y desesperado se volvió a buscarla. Supuso que estaría asustada entre tanto grito y desorden. Supuso que se quedaría quieta cerca del lugar donde se habían separado. No lograba encontrarla mientras todos los Carlos llamaban a sus Beatrices y los Juanes a sus Marías y los Luchitos a sus mamis y las Clauditas a sus mijos. Las suegras rezaban en voz alta. Los chicos y los grandes corrían atemorizados, abriéndose paso para escamotear la máquina que se venía encima. Y la bruma que borraba el instante. Escapar, escapar que a más de alguien va a matar, pensaban los clientes. Más confusión y polvo y bruma. Y así fue que en la oscuridad se perdió la mole y llegó el silencio. ¿Estamos todos? ¿Dónde estás? ¿Estás bien? ¿Dónde está el papá? No encuentro al papá. ¿Y la Clarita? ¿Dónde está la Clarita?

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