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Por consiguiente –y esto es esencial–, es aquí, en la narración del Antiguo Testamento, donde tenemos que mirar para interpretar la terminología relacionada con la filiación cuando la encontremos en el Nuevo Testamento.

Y así lo vamos a hacer en breve.

Por ahora, simplemente necesitamos señalar, en interés de nuestra futura investigación, que David se describe a sí mismo y al Mesías venidero como “engendrados” por Dios y como “primogénitos” de Dios, no en un sentido literal cronológico, sino en un sentido simbólico, o “posicional”. David es el hijo de Dios, dentro de una sucesión de hijos de su Pacto, que entre todos conducen al Hijo mesiánico, quien clamará a Dios, con una recién descubierta fidelidad a la idea de filiación: “Tú eres mi Padre”. Y él es quien establece “para siempre”.

Este punto es muy sencillo, pero sumamente importante: El rey David no entra en el escenario bíblico en un vacío narrativo. Emerge dentro de una saga en desarrollo. Adán, el hijo de Dios, perdió su posición de hijo. Dios prometió recuperarlo, dando a la raza humana un nuevo Génesis con un nuevo Hijo de Dios, que triunfaría donde Adán falló. La descendencia prometida a la mujer ocupará fielmente su vocación como eterna progenitora de la imagen de Dios para todas las generaciones futuras.

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