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Al pasar los días y observar que en mi mundo externo todo seguía igual, que todos se comportaban de modo habitual, percibí que mi mundo ya no era el mismo; sentía rabia, culpa y surgió en mí la necesidad de hablar, de contar lo ocurrido.

Busqué la forma de contárselo a mi mamá, no sé si fue antes o después de mi primera comunión, ¡y un día, en un baño se lo conté!; recuerdo que se armó una gran pelea, me veo parada en el pasillo, observando una gran discusión. Me sentí paralizada, como sintiendo que me había equivocado, que no debía haber hablado. Mi madre me ha contado que ella casi se vuelve loca y que tomó una pistola y amenazó a mi papá con matarlo, pero nada de eso ocurrió y siguieron juntos; yo no recuerdo nada de eso, ¡solo puedo sentir que el haber hablado fue tremendo! Tiempo después nos enteramos de que él había hecho lo mismo con mi hermana, pero mi madre siguió junto a él. En ese momento sentí que hubiera sido mejor haber callado. En algunas oportunidades, en el transcurso de mis años, he sentido que no sé qué decir frente a situaciones de riesgo y que es mejor callar, como un “rutina defensiva del callar”, en que fui generando explicaciones privadas sobre el comportamiento de los demás y en muchas ocasiones, asignando “malas intenciones” (Newfield Consulting, 2019, pág. 20) y que lo mejor sería solo guardar silencio.

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