Читать книгу Los que susurran bajo la tierra онлайн
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–Escuché una voz –dijo Raimundo esforzándose por ocultar su alteración.
María Gracia lo miró con cansancio.
–¿Una voz?
–Sí, mamá... una voz. En la capilla –explicó el niño–. La escuché mientras rezaba el Padrenuestro.
–¿Y qué decía?
–Primero pensé que era el viento, pero después escuché clarito «Dios mío, por favor» –aseguró el niño.
Celeste se rio mostrando las migas de torta que todavía masticaba.
–Seguramente escuchaste tu propio eco, Raimundo –dijo María Gracia acariciando la cabeza de su hija menor–. Cuando alguien está muy concentrado rezando es capaz de escuchar su propia voz. No te preocupes por eso. ¿Quieres torta?
Raimundo asintió y se sentó junto a su hermana. Carmen puso frente a él un trozo muy grueso.
María Gracia salió de la cocina en dirección al living dejando a sus dos hijos ocupados con el dulce. Carmen aprovechó para acercarse al niño y susurrarle:
–Quizás fue la voz de un ángel.
Raimundo se quedó pensando todo el día en el «eco del ángel», así decidió llamarle. Pero le inquietaba que las voces de los ángeles fueran tan feas, porque ese «Dios mío, por favor» había sonado como un llanto. Le contó la anécdota al padre Giuseppe en la cena y el religioso le dijo que con mayor razón tenía que cumplir con la penitencia, porque de seguro los ángeles querían estar cerca de él para su primera comunión. Celeste dijo que ella también quería escucharlos y se puso a llorar. Su madre la consoló diciendo que todos tenían un ángel de la guarda y que no era necesario oírlos porque siempre estaban ahí custodiando, así como los carabineros custodiaban la Casa Roja para cuidar a la familia. En ese momento el doctor Szigethy llegó al comedor para anunciar que don Leonidas había tomado sus medicamentos y que ahora descansaba. Rechazó la invitación a cenar y se marchó después de darle algunas indicaciones a María Gracia y a la enfermera.