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Un coro de otras voces emergió de la negrura y ya no parecía un eco celestial: «¡Mátenme, por favor!».
Raimundo volvió sobre sus pasos y huyó horrorizado hasta la Casa Roja. Un militar que fumaba bajo una encina le gritó que tuviera cuidado de tropezar, pero el niño no lo escuchó. Entró por la cocina y se fue directo a la habitación de su abuelo. María Gracia estaba sentada a los pies de la cama de don Leonidas. El pequeño Raimundo abrazó a su madre y comenzó a llorar, convencido de que las voces que había escuchado eran de un monstruo y no de un ángel.
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Raimundo guardó el secreto de las voces. Supuso que nadie le creería, especialmente su madre. Sin embargo, la verdadera razón para no hablar más del supuesto ángel era la presencia del monstruo. Definitivamente había «algo» viviendo bajo la capilla, algo que tenía voz, que maldecía y suplicaba. ¿Un alma en pena? No. Los fantasmas no viven en la casa de Dios, eso le había dicho Carmencita: «Los fantasmas no pueden subir al cielo». Y lo que escuchó Raimundo fue una voz casi corpórea.