Читать книгу Los que susurran bajo la tierra онлайн
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Al día siguiente no fue a la capilla y cuando el padre Giuseppe le preguntó por su penitencia, contestó que ya la había cumplido. No fue difícil mantener el secreto, todos parecían haber olvidado la anécdota del ángel. La atención de todos estaba puesta en don Leonidas, quien cada día empeoraba. María Gracia no se apartaba de su lado y las visitas se habían restringido mucho. Ellos vivían en la comuna de Las Condes, pero su madre decidió ese verano que pasarían las vacaciones en la Casa Roja cuidando al abuelo. Según ella el aire puro de los faldones cordilleranos y la paz de la naturaleza harían bien a la familia. Su esposo, Edmundo de la Cruz, había extendido sus labores diplomáticas en Washington por orden de la Junta Militar y no tenía una fecha definitiva de regreso, por lo que el verano se había hecho especialmente tedioso para Celeste y Raimundo.
La Casa Roja se emplazaba en medio de un gran parque natural de más de dos mil metros cuadrados repleto de palmas, araucarias y un gran bosque de encinas; tenía también una plaza de estatuas erosionadas, fuentes de agua cordillerana y una piscina de azulejos que resplandecía durante el día. No obstante, para los niños nada de eso se comparaba con la playa de Zapallar: añoraban el ruido incesante del mar y la sensación acolchonada de la arena; la fogata, las empanadas de mariscos y compañeros de colegio con los que jugaban a la pelota y buscaban bichos en los roqueríos. Pero ahora tenían que conformarse con pasar largas horas leyendo historietas de Condorito o El Peneca, o viendo monitos y programas de televisión como La cafetera voladora.