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Cuando se bañaban en la piscina los vigilaba algún uniformado de turno paseándose por los bordes con su arma a la vista. A veces los cuidaba un cabo joven de apellido Soto; les contaba chistes y organizaba competencias de nado, incluso en una ocasión organizó una pichanga para distraer a los niños de los gritos de dolor de don Leonidas. Pero al poco tiempo Soto fue trasladado a un centro de detención en Antofagasta. Se despidió solemnemente de ellos y dijo que su deber era con la Patria.

La ausencia de María Gracia era cada día más notoria, apenas cenaba con sus hijos y se olvidaba muchas veces de darles las buenas noches. Desde el desahucio de don Leonidas la Casa Roja se había impregnado de una extraña aura de desolación, alimentada por el calor y el deambular espectral de ciertos familiares y de la servidumbre. Carmencita, siempre afectuosa y atenta con los hermanitos De la Cruz, dividía su tiempo entre los encargos de su patrona en el mercado de Peñalolén, la limpieza del museo subterráneo y la de los corrales. Por lo tanto, se limitaba solo a vestir a los niños por la mañana y prepararlos al final del día para dormir.

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