Читать книгу Un domingo cualquiera онлайн

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El presidente no emitió palabra y, al ingresar a la casa, tomó a su madre de la mano y se encerró con ella en su escritorio.

Teresa había abrazado a Pedro y se retiraron al segundo piso. Verlos subir, ella con su túnica purpura y él de sotana negra, hacia brotar imágenes del film del Código Da Vinci, en las escaleras del interior de los recintos del Vaticano; temiendo que se repitiera la escena de los disparos.

Rosa se dirigió a la residencia del presidente, vestida de traje gris y pañuelo de colores en el cuello, donde fue recibida por los dos hijos y por las expresiones de Blanca de evidente molestia.

Primera dama: Estamos en familia. Es una situación compleja que yo no estoy dispuesta a compartir con terceros.

Rosa: Tengo que protegerlo de la andanada de periodistas y políticos…

Primera dama: Eso, desde tu despacho. Y te recuerdo que, en la residencia, yo soy la mujer de la casa…

Rosa: No, señora. No proyecte su nombre con tanta simpleza ni blanquee las cosas sin antes hacer un diagnóstico del problema y buscar soluciones. Y, en esa función, le recuerdo que yo soy la mujer a cargo…

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