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Y es una crueldad que, a ratos, parece incansable.
José Tomas tenía una enfermedad congénita por la cual no producía glóbulos blancos neutrófilos, que funcionan como primera barrera de defensa contra infecciones por bacterias y hongos. Los niños afectados tienen infecciones oportunistas recurrentes, especialmente pulmonares, que pueden ser graves y, eventualmente, les pueden causar la muerte.
Era 1997 y la sobrevida promedio de los niños que la padecían era de pocos años, sobre todo si no respondían a un medicamento llamado Filgrastim que estimula la producción de los neutrófilos y en grandes dosis sirve a muchos niños con esta enfermedad a mantenerse al menos sin infecciones graves. Pero este no era el caso. José Tomas había pasado casi la mitad de los tres años de su vida hospitalizado a pesar del medicamento. La única solución era, en efecto, un trasplante.
Sus padres, Carmen Gloria y Tomas, me vinieron a ver. Tenían cinco hijos con los que prácticamente les garanticé que alguno debía ser compatible con José Tomas. Hicimos los exámenes y cuando recibimos los resultados fue un balde de agua fría. Ninguno era compatible. Quizá peor aún, tres eran idénticos entre ellos, pero ninguno con José Tomas. El panorama era desalentador porque, nuevamente, nuestra única opción era recurrir a bancos extranjeros de sangre de cordón.