Читать книгу Esther, una mujer chilena онлайн

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Si mis cálculos son buenos, han transcurrido, por lo tanto, 67 años desde el primer día de clases de ese espléndido grupo de futuros médicos, lunes 10 de marzo de 1943. Tengo grabado ese día en la memoria, cuando el azar ubicó a un católico (Benavente) al lado de un comunista (Mario), a un hijo de empleado de ferrocarril de Copiapó al lado de un joven atleta del Grange School, a un nazi (Kugler) al lado de una judía (yo), todos juntos en las aulas, en el anfiteatro, compartiendo los microscopios en el inolvidable laboratorio de la Escuela de Medicina de Independencia, donde vivimos siete años fundamentales.

Por ese motivo fue tan importante para mí, y supongo que para todos, ese almuerzo de ayer en el «Chez Henry» de la Plaza de Armas, donde más de uno bailó en esos años cuarenta. Quería sentarme con todos, hablar con todos, mostrarles a todos las fotos de mis nietos, preguntarle a cada uno sobre sus vidas. Había siete mesas y el desorden era total. Parecíamos niños cambiando de puestos para estar cerca de los más amigos, los que nos observábamos de lejos con lágrimas de emoción. Fue como zambullirse en una piscina de cariño, mucho cariño. Tantas anécdotas para rememorar, tantas experiencias en el recorrido profesional de cada uno de nosotros; unos más clínicos, otros en salud pública, revalidación del título en el exilio, cárcel durante la dictadura para algunos. Pero si tuviera que resumir en tres palabras la sensación que predominó la tarde de ayer, diría que ese almuerzo estuvo imbuido por un sentimiento de satisfacción por el camino recorrido.

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