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XV
En el capítulo precedente es alabada esta gloriosa dama, según una de las partes que la componen: es, a saber: el amor; ahora en éste, en el cual es mi intención exponer el verso que comienza: Cosas se advierten en su continente, es menester hablar encomiando otra de sus partes, es decir, la Sabiduría. Dice, pues, el texto que en su rostro se ven cosas que muestran placeres del Paraíso; y distingue el lugar donde tal acaece, es decir, en los ojos y en la risa. Y aquí se ha de saber que los ojos de la sabiduría son sus muestras, con las cuales se ve la verdad continuamente; y su risa son sus persuasiones, en las cuales demuestra la luz interior de la sabiduría bajo alguna veladura; y en las dos se siente ese altísimo placer de bienaventuranza, cuyo máximo bien está en el Paraíso. Este placer no nos puede ser dado en ninguna otra cosa de aquí abajo sino en el mirar estos ojos y esa risa. Y la razón es que, como quiera que toda cosa desea por naturaleza su perfección, no puede estar contenta sin ella, que es ser bienaventurado; pues aunque tuviese las demás cosas, sin ésta quedaríale el deseo, en el cual no pueda estar con la bienaventuranza, ya que la bienaventuranza es cosa perfecta y el deseo cosa defectuosa; porque nadie desea lo que tiene, sino lo que no tiene, que es defecto manifiesto. Y con esta sola mirada se adquiere la humana perfección, es decir, la perfección de la razón, de la cual, como de parte principalísima, depende toda nuestra esencia y todas nuestras demás operaciones: sentir, alimentar; todas, en fin, existen por ésta sola, y ésta existe por sí y no por otros. De modo que una vez ésta perfecta, es perfecta aquélla, porque el hombre, en cuanto es hombre, ve cumplido todo deseo, y así es bienaventurado. Y por eso se dice en el libro de