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Mas como quiera que toda cosa por sí es digna de ser amada y ninguna merece ser odiada, sino porque le haya sobrevenido maldad, lo razonable y honesto es no odiar las cosas, sino la maldad de las cosas, y procurar apartarse de ellos. Y eso si hay persona que se lo proponga, mi dama muy principalmente; quiero decir, el apartar la maldad de las cosas, la cual es causa de odio, dado que en ella reside toda la razón y es fuente de honestidad. Yo, siguiéndola en el obrar como en la pasión, los errores de la gente cuanto podía abominaba y despreciaba, no para infamia o vituperio de los que yerran, sino de los errores; vituperando los cuales creía disgustar, y disgustándolos, apartarme de quienes por ellos odiaba.
De los cuales errores, uno principalmente reprendía yo, el cual no sólo porque es peligroso, y dañoso para los que en él están, sino también para los demás que lo reprueban, separo de ellos y condeno. Es éste el error de la humana bondad, en cuanto ha sido sembrada en nosotros por la naturaleza y que debe llamarse Nobleza; el cual por la mala costumbre y el poco intelecto, estaba tan afincado, que la opinión de casi todos era falseada; y de la falsa opinión nacían los falsos juicios, y de los juicios falsos, las reverencias y vilipendios injustos; por lo cual, los buenos eran tenidos en consideración de villanos, y los malos, honrados y exaltados. Cosa que era confusión del mundo, como puede ver quien considere sutilmente lo que de esto puede seguirse. Y como quiera que esta mi dama cambiase un tanto para conmigo su dulce aspecto -principalmente allí donde yo miraba y buscaba si la primera materia de los elementos había sido entendida por Dios-, me sostuve un tanto con frecuentar su vista, y permaneciendo en su ausencia, entré a considerar con el pensamiento la falta humana en torno a dicho error. Y para huir de la ociosidad, principal enemiga de esta dama, y extinguir este error que tantos amigos le resta, me propuse gritarle a la gente que iba por mal camino, a fin de que se encaminasen por la calle derecha, y comencé una canción, en cuyo principio dije: Las dulces rimas de Amor que yo solía. En la cual pretendo traer a la gente al camino derecho en lo que hace al propio conocimiento de la verdadera nobleza, como se verá por el conocimiento de su texto, cuya exposición se pretende ahora. Y como quiera que en esta canción se propone tan necesario remedio, no estaba bien hablar so figura alguna; antes bien conviene, por el camino más corto, ordenar esta medicina, a fin de que haya pronto la salud corrompida, la cual a tan presta muerte corría. No será, pues, menester esclarecer alegoría alguna en la exposición de ésta, sino solamente razonar su sentido conforme a la letra. Por mi dama, entiendo siempre de la que se ha hablado en la canción precedente, es decir, la Filosofía virtuosísima luz cuyos rayos hacen reverdecer y fructificar la verdadera nobleza de los hombres, de la cual trata plenamente la canción propuesta.