Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

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Los Musgrove, al igual que su casa, estaban en un estado de mudanza que tal vez era para bien. El padre y la madre se ajustaban a la vieja tradición inglesa, y la gente joven, a la nueva. El señor y la señora Musgrove eran de muy buena pasta, amistosos y hospitalarios, no muy educados y nada elegantes. Las ideas y modales de sus hijos eran más modernos. Era una familia numerosa, pero los dos únicos hijos crecidos, excepto

Carlos, eran Enriqueta y Luisa, jóvenes de diecinueve y veinte años, que tenían de una escuela de Exeter todo el acostumbrado bagaje de talentos, y que ahora se dedicaban, como miles de otras señoritas, a vivir a la moda, felices y contentas. Sus trajes tenían todas las gracias, sus caras eran más bien bonitas, su humor excelente y sus modales, desenvueltos y agradables; eran muy consideradas en su casa y mimadas fuera de ella. Ana siempre las había mirado como a unas de las más dichosas criaturas que había conocido; no obstante, por esa grata sensación de superioridad que solemos experimentar y que nos salva de desear cualquier posible cambio, no habría trocado su más fina y cultivada inteligencia por todos los placeres de Luisa y Enriqueta; lo único que les envidiaba era aquella apariencia de buena armonía y de mutuo acuerdo y aquel afecto alegre y recíproco que ella había conocido tan poco con sus dos hermanas.

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