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Pasaba los días prestando la mayor atención, porque así podía aprender el lenguaje con más rapidez; y puedo presumir de que avancé más rápidamente que la árabe, que comprendía muy pocas cosas, y hablaba con palabras entrecortadas, mientras que yo comprendía y podía imitar casi todas las palabras que se decían.

Mientras mejoraba mi forma de hablar, también aprendí la ciencia de las letras, mientras se las enseñaban a la extranjera; y esto me abrió todo un mundo de maravillas y placeres.

El libro con el cual Felix enseñaba a Safie era Las ruinas de los imperios, de Volney. Yo no habría comprendido en absoluto la intención del libro si no hubiera sido porque, al leerlo, Felix ofrecía explicaciones muy minuciosas. Había escogido esa obra, decía, porque el estilo declamatorio se había elaborado imitando a los autores orientales. A través de esa obra yo obtuve algunos conocimientos someros de historia y una visión general de los diversos imperios que hubo en el mundo; me proporcionó una perspectiva de las costumbres, los gobiernos y las religiones de las distintas naciones de la Tierra. Entonces supe de la indolencia de los asiáticos, del genio insuperable y de la actividad intelectual de los griegos, de las guerras y la maravillosa virtud de los primeros romanos… y de su posterior degeneración, y del declive de aquel poderoso imperio, de la caballería, de la Cristiandad, y de los reyes. Supe del descubrimiento del hemisferio americano, y lloré con Safie por el desventurado destino de sus habitantes indígenas.

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