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Ocurrió uno de aquellos días, cuando mis granjeros habían hecho una pausa en su trabajo —el anciano tocaba la guitarra y sus hijos lo escuchaban—; observé que el rostro de Felix parecía más melancólico que nunca: suspiraba constantemente; y entonces el padre dejó de tocar, y por sus gestos supuse que preguntaba por la razón de la tristeza de su hijo. Felix contestó con un tono alegre, y el anciano volvió a tocar la canción, cuando alguien llamó a la puerta.

Era una dama montada a caballo, acompañada por un campesino que hacía de guía. La dama venía vestida con un traje oscuro, y se cubría con un tupido velo negro. Agatha hizo una pregunta; la extranjera solo contestó pronunciando, con un dulce acento, el nombre de Felix. Su voz era muy musical, pero no se parecía nada a la de mis amigos. Al oír aquella palabra, Felix se levantó y se acercó rápidamente a la dama, quien, al verlo, retiró el velo y mostró un rostro de belleza y expresión angelicales. Tenía el pelo muy negro y brillante, como el plumaje del cuervo, y curiosamente trenzado; sus ojos eran oscuros, pero dulces, aunque muy vivos; sus facciones eran regulares y proporcionadas, y su piel maravillosamente blanca, y las mejillas encantadoramente sonrosadas.

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