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El anciano, apoyado en su hijo, caminaba todos los días a mediodía, cuando no llovía, pues, como descubrí, así se dice cuando los cielos derraman sus aguas. Esto ocurría frecuentemente; pero un viento fuerte secaba rápidamente la tierra y la estación se fue haciendo cada vez más agradable.

Mi vida en el cobertizo era siempre igual. Por la mañana espiaba los movimientos de los granjeros; y cuando se hallaban cada cual ocupado en sus labores, yo dormía: el resto del día lo empleaba en observar a mis amigos. Cuando se retiraban a descansar, si había luna, o la noche estaba estrellada, me adentraba en los bosques y recolectaba mi propia comida y leña para la granja. Cuando regresaba, y a menudo era muy necesario, limpiaba el camino de nieve, y llevaba a cabo aquellas tareas que había visto hacer a Felix. Más adelante descubrí que aquellas labores, ejecutadas por una mano invisible, les asombraban profundamente; y en aquellas ocasiones, una o dos veces les oí pronunciar las palabras «espíritu bueno», «prodigio»: pero en aquel momento no comprendía el significado de esos términos.

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