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Recuerdo que la primera vez que hice eso, la muchacha, que abrió la puerta por la mañana, pareció absolutamente sorprendida al ver un gran montón de madera en el exterior. Dijo algunas palabras en voz alta, e inmediatamente el joven salió, y también pareció sorprendido. Observé con placer que aquel día no iba al bosque, sino que lo empleaba en reparar la granja y en cultivar el huerto.

Poco a poco también hice otro descubrimiento de mayor importancia para mí. Comprendí que aquellas personas tenían un método para comunicarse mutuamente sus experiencias y sentimientos mediante ciertos sonidos articulados que proferían. Me di cuenta de que las palabras que decían a veces producían placer o dolor, sonrisas o tristeza, en el pensamiento y el rostro de quienes las oían. En realidad, parecía una ciencia divina, y deseé ardientemente adquirirla y conocerla. Pero todos los intentos que hice al respecto resultaron fallidos. Su pronunciación era muy rápida; y como las palabras que emitían no tenían ninguna relación aparente con los objetos visibles, yo no era capaz de dar con la clave que me permitiera desentrañar el misterio de su significado. Esforzándome mucho, de todos modos, y después de permanecer durante muchas revoluciones de la luna en mi cobertizo, descubrí los nombres que daban a algunos de los objetos que más aparecían en su hablar: aprendí y comprendí las palabras «fuego», «leche», «pan» y «leña». También aprendí los nombres de los propios granjeros. La joven y su compañero tenían cada uno varios nombres, pero el anciano solo tenía uno, que era Padre. A la muchacha la llamaban hermana o Agatha, y el joven era Felix, hermano o hijo. No puedo explicar el placer que sentí cuando aprendí las ideas que se correspondían con cada uno de aquellos sonidos y fui capaz de pronunciarlos. Distinguí muchas otras palabras, aunque aún no era capaz de comprenderlas o aplicarlas… como «bueno», «querido», «infeliz».

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