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Yo me tumbé en la paja, pero no pude dormir. Pensé en todo lo que había ocurrido durante el día. Lo que me llamaba la atención principalmente eran los amables modales de aquellas personas, y anhelé unirme a ellos, pero no me atreví. Recordaba demasiado bien el trato que había sufrido la noche anterior por parte de aquellos aldeanos bárbaros y decidí que, cualquiera que fuera la conducta que pudiera adoptar en el futuro, por el momento me quedaría tranquilamente en mi cobertizo, observando e intentando descubrir las razones de sus actos.

Los granjeros se levantaron a la mañana siguiente antes de que saliera el sol. La joven aderezó la casa y preparó la comida; y el joven, montado en un animal grande y extraño, se alejó. Aquel día transcurrió con la misma rutina que el día anterior. El hombre joven estuvo todo el día ocupado fuera, y la muchacha se entretuvo en varias ocupaciones y labores en la casa. El anciano, pronto supe que era ciego, empleaba sus largas horas de asueto tocando su instrumento o pensando. Nada puede asemejarse al cariño y al respeto que los jóvenes granjeros le demostraban a aquel anciano venerable. Le prodigaban toda la amabilidad imaginable esas pequeñas atenciones del afecto y el deber, y él las recompensaba con sus bondadosas sonrisas.

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