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Poco después, el hombre joven regresó, trayendo sobre los hombros un haz de leña. La niña lo recibió en la puerta, le ayudó a desprenderse de su carga y, metiendo un poco de leña en la casa, la puso en la chimenea; luego, ella y el joven se apartaron a un rincón de la casa, y él le mostró una gran rebanada de pan y un pedazo de queso. Ella pareció contenta y salió al huerto para coger algunas raíces y plantas; luego las puso en agua y, después, al fuego. Continuó después con su labor, mientras el joven salía al huerto, donde se ocupó con afán en cavar y sacar raíces. Después de trabajar así durante una hora, la joven fue a buscarlo y volvieron a la casa juntos. Mientras tanto, el anciano había permanecido pensativo; pero, cuando se acercaron sus compañeros, adoptó un aire más alegre, y todos se sentaron a comer. La comida se despachó rápidamente; la joven se ocupó de nuevo en ordenar la casa; el viejo salió a la puerta y estuvo paseando al sol durante unos minutos, apoyado en el brazo del joven. Nada podría igualar en belleza el contraste que había entre aquellos dos maravillosos hombres; el uno era anciano, con el cabello plateado y un rostro que reflejaba bondad y amor; el joven era esbelto y apuesto, y sus rasgos estaban modelados por la simetría más delicada, aunque sus ojos y su actitud expresaban una tristeza y un abatimiento indecibles. El anciano regresó a la casa; y el joven, con herramientas distintas de las que había utilizado por la mañana, dirigió sus pasos a los campos. La noche cayó repentinamente, pero, para mi absoluto asombro, descubrí que los granjeros tenían un modo de conservar la luz por medio de velas, y me alegró comprobar que la puesta de sol no acababa con el placer que yo experimentaba viendo a mis vecinos. Por la noche, la muchacha y sus compañeros se entretuvieron en distintas labores que en aquel momento no comprendí, y el anciano de nuevo cogió el instrumento que producía los celestiales sonidos que me habían encantado por la mañana. Tan pronto como hubo concluido, el joven comenzó, no a tocar, sino a proferir sonidos que resultaban monótonos y en nada recordaban la armonía del instrumento del anciano ni las canciones de los pájaros; más adelante comprendí que leía en voz alta, pero en aquel momento yo no sabía nada de la ciencia de las palabras y las letras. La familia apagó las luces después y se retiró, o eso pensé yo, a descansar.

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