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CAPÍTULO 2
Tan pronto como despuntó la mañana, salí arrastrándome del refugio para ver la casa cercana y comprobar si podía permanecer en la guarida que había encontrado. Mi cobertizo estaba situado en la parte trasera de la casa y rodeado a ambos lados por una pocilga y una charca de agua limpia. También había una parte abierta, por la que yo me había arrastrado para entrar; pero entonces cubrí con piedras y leña todos los resquicios por los que pudieran descubrirme, y lo hice de tal modo que podía moverlo para entrar y salir; la única luz que tenía procedía de la pocilga, y era suficiente para mí.
Habiendo dispuesto de ese modo mi hogar y después de haberlo alfombrado con paja, me oculté, porque vi la figura de un hombre a lo lejos; y recordaba demasiado bien el tratamiento que me habían dado la noche anterior como para fiarme de él. En todo caso, antes me había procurado el sustento para aquel día, que consistía en un mendrugo de pan duro que había robado y un tazón con el cual podría beber, mejor que con las manos, del agua limpia que manaba junto a mi guarida. El suelo estaba un poco alzado, de modo que se mantenía perfectamente seco; y como al otro lado de la pared estaba la chimenea con el fuego de la cocina de la granja, el cobertizo estaba bastante caliente. Pertrechado de este modo, me dispuse a quedarme en aquella choza hasta que ocurriera algo que pudiera cambiar mi decisión. En realidad, era un paraíso comparado con el inhóspito bosque (mi primera morada), con las ramas de los árboles siempre goteando, y la tierra empapada. Di cuenta de mi desayuno con placer y cuando iba a apartar el tablazón para procurarme un poco de agua, oí unos pasos, y, mirando a través de un pequeño resquicio, pude ver a una muchacha que llevaba un cántaro en la cabeza y pasaba por delante de mi choza. La muchacha era muy joven y de porte gentil, muy distinta a los granjeros y criados que me había encontrado hasta entonces. Sin embargo, iba vestida muy sencillamente, y una tosca falda azul y una blusa de lino era toda su indumentaria; tenía el pelo rubio, y lo llevaba peinado en trenzas, pero sin adornos; parecía resignada, y triste. Se marchó, pero un cuarto de hora después regresó, llevando el cántaro, ahora casi lleno de leche. Mientras iba caminando, y parecía que apenas podía con el peso, un joven le salió al encuentro, y su rostro mostraba un abatimiento aún más profundo; profiriendo algunas palabras con aire melancólico, cogió el cántaro de la cabeza de la niña y lo llevó a la casa. Ella fue detrás, y ambos desaparecieron. Casi inmediatamente volví a ver al hombre joven otra vez, con algunas herramientas en la mano, cruzando el campo que había frente a la casa, y la niña también estuvo trabajando: a veces en la casa y a veces en el corral, donde les daba de comer a las gallinas. Cuando examiné bien mi choza, descubrí que una esquina de mi cobertizo antiguamente había sido parte de una ventana de la casa, pero el hueco se había cubierto con tablones. Uno de ellos tenía una pequeña y casi imperceptible grieta, a través de la cual solo podía penetrar la mirada; a través de esa ranura se veía una pequeña sala, encalada y limpia pero casi vacía de mobiliario. En una esquina, cerca de una pequeña chimenea estaba sentado un anciano, apoyando la cabeza en la mano con un gesto de desconsuelo. La muchacha joven estaba ocupada intentando arreglar la casa; pero entonces sacó algo de una caja que tenía en las manos y se sentó junto al anciano, quien, cogiendo un instrumento, comenzó a tocar y a emitir sonidos más dulces que el canto del zorzal o el ruiseñor. Incluso a mí, un pobre desgraciado que jamás había visto nada hermoso, me pareció una escena encantadora. Los cabellos plateados y la expresión bondadosa del anciano granjero se ganaron mi respeto, mientras que los gestos amables de la joven despertaron mi amor. El anciano tocó una canción dulce y triste, la cual, según descubrí, arrancaba lágrimas de los ojos de su encantadora compañera, pero el anciano no se dio cuenta de ello hasta que ella dejó escapar un suspiro. Entonces, él dijo algunas palabras, y la pobre niña, dejando su labor, se arrodilló a sus pies. Él la levantó y sonrió con tal bondad y cariño que yo tuve sensaciones de una naturaleza peculiar y abrumadora; eran una mezcla de dolor y placer, como nunca había experimentado antes, ni por el hambre ni por el frío, ni por el calor o la comida; incapaz de soportar esas emociones, me aparté de la ventana.