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Ya era mediodía cuando me desperté; y, animado por el calor del sol, decidí reemprender mi viaje; y, colocando los restos del desayuno del campesino en un zurrón que encontré, continué avanzando por los campos durante varias horas, hasta que llegué a una aldea al atardecer. ¡Me pareció un verdadero milagro…! Las cabañas, las casitas y las granjas, tan ordenadas, y las casas de los hacendados, unas tras otras, suscitaron toda mi admiración. Las verduras en los huertos y la leche y el queso que vi colocados en las ventanas de algunas granjas me cautivaron. Entré en una de las mejores casas, pero apenas había puesto el pie en la puerta cuando los niños comenzaron a gritar y una de las mujeres se desmayó. Todo el pueblo se alarmó: algunos huyeron; otros me atacaron, hasta que gravemente magullado por las piedras y otras muchas clases de armas arrojadizas, pude escapar a campo abierto y, aterrorizado, me escondí en un pequeño cobertizo, completamente vacío y de aspecto miserable, comparado con los palacios que había visto en la aldea. Aquel cobertizo, sin embargo, estaba contiguo a una casa de granjeros que parecía muy cuidada y agradable, pero después de mi última experiencia, que tan cara me había costado, no me atreví a entrar en ella. El lugar de mi refugio se había construido con madera, pero el techo era tan bajo que solo con mucha dificultad podía permanecer sentado allí dentro. De todos modos, no había madera en el suelo, como en la casa, pero estaba seco; y aunque el viento se colaba por innumerables rendijas, me pareció una buena protección contra la nieve y la lluvia. Así pues, allí me metí y me tumbé, feliz de haber encontrado un refugio ante las inclemencias de la estación y, sobre todo, ante la barbarie del hombre.

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