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La luna había desaparecido de la noche y se volvió a mostrar de nuevo con una forma más pequeña mientras yo aún vivía en el bosque. Por aquel entonces mis sensaciones habían llegado a ser ya bastante claras y mi mente todos los días concebía nuevas ideas. Mis ojos empezaron a acostumbrarse a la luz y a percibir los objetos con sus formas precisas: ya distinguía a los insectos de las plantas y, poco a poco, unas plantas de otras. Descubrí que los gorriones apenas cantaban, salvo unas notas toscas, mientras que las de los mirlos eran dulces y encantadoras. Un día, cuando me hallaba aterido de frío, encontré un fuego que habían abandonado algunos mendigos vagabundos y me embargó un gran placer cuando sentí su calor. En mi alegría, alargué mi mano hacia las brasas vivas, pero rápidamente la aparté con un grito de dolor. Qué extraño, pensé, que la misma causa produjera al mismo tiempo efectos tan contrarios. Estudié con detenimiento la composición del fuego y, para mi alegría, descubrí que salía de la madera. Rápidamente recogí algunas ramas, pero estaban húmedas y no prendieron. Me quedé triste por esto y volví a sentarme para ver cómo funcionaba el fuego. La madera húmeda que había dejado cerca se fue secando y luego empezó a arder. Pensé en aquello; y tocando las distintas ramas, descubrí la causa y me ocupé de recoger una gran cantidad de madera que yo podría secar y así tendría mucha reserva para el fuego. Cuando vino la noche y con ella trajo el sueño, tuve mucho miedo de que mi fuego pudiera apagarse. Lo cubrí cuidadosamente con madera seca y hojas, y luego puse más ramas húmedas; y luego, extendiendo en el suelo mi capa, me tumbé y caí dormido. Por la mañana me desperté, y mi primera preocupación fue ver cómo estaba el fuego. Lo descubrí y una leve brisa lo avivó y lo prendió. También me fijé en eso y formé un abanico con ramas para avivar las brasas cuando estuvieran a punto de apagarse. Cuando vino la noche otra vez, vi con placer que el fuego daba luz además de calor; y el descubrimiento de este detalle me fue de mucha utilidad también a la hora de comer, porque vi que algunos restos de carne que los viajeros abandonaban habían sido asados y resultaban mucho más sabrosos que los frutos del bosque que yo recogía. Así pues, intenté preparar mi comida de la misma manera, poniéndola en las brasas vivas. Descubrí que los frutos se echaban a perder, pero las nueces mejoraban mucho. La comida, de todos modos, comenzó a escasear y a menudo pasaba todo el día buscando en vano algunas bellotas con las que calmar las punzadas del hambre. Cuando vi que ocurría esto, decidí abandonar el lugar en el que había vivido hasta entonces y buscar otro en el que pudiera satisfacer con más facilidad las pocas necesidades que tenía. Al emprender este viaje, lamenté muchísimo la pérdida de mi hoguera. La había conseguido por medios ajenos y no sabía cómo volverla a hacer. Pensé seriamente en este contratiempo durante varias horas, pero me vi obligado a renunciar a cualquier intento de hacer otra; y, envolviéndome en mi capa, atravesé el bosque y me dirigí hacia donde se pone el sol. Pasé tres días vagando por aquellos caminos y al final encontré el campo abierto. La noche anterior había caído una gran nevada, y los campos estaban blancos y sin hollar; todo parecía desolado, y de pronto comprobé que aquella sustancia blanca que cubría los campos me estaba congelando los pies. Eran alrededor de las siete de la mañana y yo solo suspiraba por conseguir un poco de comida y abrigo. Al final vi una pequeña cabaña que sin duda había sido construida para acoger a algún pastor. Aquello era nuevo para mí, y estudié la estructura de la cabaña con gran curiosidad. Encontré la puerta abierta, y entré. Había un anciano allí sentado, cerca de la chimenea sobre la cual estaba preparándose el desayuno. Se volvió al oír el ruido y, al verme, dio un fuerte alarido y, abandonando la cabaña, huyó corriendo por los campos con una velocidad de la que nadie lo hubiera creído capaz a juzgar por su frágil figura. Su huida me sorprendió un tanto, pero yo estaba encantado con la forma de aquella cabaña. Allí no podían penetrar ni la nieve ni la lluvia; el suelo estaba seco; y aquello me parecía un refugio tan excelente y maravilloso como les pareció el Pandemónium a los señores del infierno después de asfixiarse en el lago de fuego. Devoré con avidez los restos del desayuno del pastor, que consistían en pan, queso, leche y vino del Rin… pero esto último, de todos modos, no me gustó. Entonces me invadió el cansancio, me tumbé sobre un poco de paja, y me dormí.

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