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Entonces mis pensamientos se hicieron cada día más activos, y deseaba fervientemente descubrir las razones y los sentimientos de aquellas criaturas encantadoras; sentía una gran curiosidad por saber por qué Felix parecía tan abatido, y Agatha tan triste. Pensé (¡pobre desgraciado!) que podría estar en mi poder devolver la felicidad a aquellas personas que tanto la merecían. Cuando dormía, o me ausentaba, se me aparecían las imágenes del venerable padre ciego, de la adorable Agatha y del bueno de Felix. Yo los consideraba como seres superiores, que podrían ser dueños de mi destino futuro. Tracé en mi imaginación mil modos de presentarme ante ellos, y pensé cómo me recibirían. Imaginé que sentirían asco, hasta que con mis amables gestos y mis palabras conciliadoras consiguiera ganarme su favor, y más adelante, su cariño.

Aquellos pensamientos me entusiasmaban y me obligaban a esforzarme con renovado interés en el aprendizaje del arte del lenguaje. Mi garganta era bastante ruda, pero flexible; y aunque mi voz era muy distinta a la suave melodía de sus voces, conseguía sin embargo pronunciar con bastante facilidad aquellas palabras que comprendía. Era como el burro y el perrillo faldero: y de todos modos, el buen burro, cuyas intenciones eran buenas, aunque sus modales fueran un tanto rudos, merecía mejor trato que los golpes y los insultos.

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