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—Eso no es tan difícil. Si tal es su deseo, bésela ahora mismo.

Schupkin se levanta trastabillando, sus pupilas brillan y aplica un beso a la mano gordezuela, olorosa a jabón.

Peplot le da un codazo a su mujer para indicarle que ha llegado el momento esperado y, todo pálido y agitado, dice:

—Pronto, descuelga la imagen de la pared... ¡Ya es hora de que entremos!

Abre la puerta bruscamente.

—Hijos—balbucea, alzando las manos al cielo y estremecido—. ¡Que Dios los bendiga, hijos míos!... ¡Creced y multiplicaos!...

—Yo simplemente deseo... —añade la madre, entre lágrimas de felicidad— ¡que sean dichosos!

Luego, se dirige a Schupkin:

—Se lleva usted el tesoro de esta casa. Tendrá que quererla y cuidarla mucho.

Schupkin, entre asombrado y asustado, se queda con la boca abierta. El acoso directo de los padres ha sido tan sorpresivo y tan atrevido, que no puede articular palabras. "Estoy perdido —piensa, inmovilizado por el pánico—; nada puede salvarme." Todo acongojado, inclina la cabeza, como si dijera: "Haga conmigo lo que quiera, me doy por vencido.

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