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—¡Pie diminuto! —murmuró estrujando d telegrama—. ¡Pie diminuto!

Del periodo en que se enamoró y se desposó con su amada y de los siete años posteriores sólo quedaba el recuerdo de una cabellera larga y fragante, de suaves encajes y de un pie efectivamente diminuto y grácil. De las caricias recibidas todavía evocaba en la cara y en las manos una sensación de sedas y encajes... y nada más. Nada más, excepto histeria, gritos, quejas, amenazas y mentiras, mentiras insidiosas y descaradas. Recordaba que en la casa de sus padres, allá en la aldea, entraba por casualidad un pájaro y empezaba a derribar cosas y a lanzarse en forma insensata contra los cristales de las ventanas. Así también su mujer, que provenía de un mundo que él desconocía, había entrado en su vida y la había destruido. Los mejores años de su existencia habían sido un infierno, inútiles y grotescas sus esperanzas de felicidad, estaba enfermo, su casa estaba adornada como la de una ramera barata, y de los diez mil rublos que ganaba al año, ni siquiera alcanzaba a enviarle diez a su madre; y, además, adeudaba quince mil más, en pagarés firmados. Incluso si en su casa se hubiera aposentado un grupo de pillos, su vida no le parecería tan irreparable, tan definitivamente arruinada como lo estaba junto a esa mujer. Empezó a toser y sofocarse. Necesitaba meterse en la cama y entrar en calor, pero no se decidía. Siguió recorriendo habitaciones y sentándose a la mesa. Dejó resbalar el lápiz por el papel y escribió sin fijarse: "Una prueba de esta pluma... pie diminuto..."

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