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—Me acompañó Azarbekov, el estudiante, y extravió mí bolso, que contenía quince rublos. Me los había prestado mamá.

Lloraba de verdad, como una chiquilla. El llanto no sólo había empapado su pañuelo, sino hasta los guantes.

—¡Qué remedio queda! —suspiró el médico—. Lo ha perdido y así seguirá, eso es definitivo. Cálmate. Necesito que hablemos.

—No soy una millonaria para tirar el dinero de ese modo. Dice que me lo devolverá, pero sospecho que no lo hará. Como es pobre...

El marido le indicó que se tranquilizara y se concentrara en lo que le iba a decir, pero ella insistía en mencionar al estudiante y los quince rublos perdidos.

—Bueno, mañana te doy veinticinco, pero ahora escucha, por favor —dijo él, molesto.

—Debo cambiarme la ropa —dijo ella llorando—. No puedo hablar formalmente con el abrigo puesto. [Qué raro! Él le quitó el abrigo y los chanclos y, al hacerlo, captó el olor a vino blanco, el vino con el que le gustaba acompañar las ostras (a pesar de su esbeltez comía y bebía mucho). Ella entró en su habitación y regresó con otra ropa, el rostro empolvado y los ojos arrasados de lágrimas. Se sentó y se arrebujó con su amplia y suave bata de noche, entre cuyos pliegues color de rosa el marido sólo podía ver sus cabellos sueltos y un pie delicado dentro de una pantufla.

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