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Y de nuevo, embelesado, se preguntaba cómo él, hijo de sacerdote, educado en un seminario, hombre sencillo, brusco y sincero, había plegado su voluntad ante esa criatura insustancial, mentirosa, vulgar y perversa, un ser con características tan distintas a la suya propia.

Cuando a las once de la mañana se ponía la chaqueta para acudir al hospital, entró la doncella en la antesala.

—¿Qué desea? —preguntó.

—Me envió la señora a avisarle que se ha levantado y que le envíe los veinticinco rublos que le prometió.

En la oficina de correos

Acababan de enterrar a la joven esposa del viejo administrador de correos, Hattopiertzov. Después del acto acudimos, tal como dicta la tradición, como invitados al banquete funerario. Cuando servían los buñuelos, el viudo estalló en llanto, y comentó:

—Estos buñuelos son tan limpios y rollizos como ella. Todos los comensales coincidieron con esta opinión. En verdad era una mujer toda virtud.

—Sí; todos los que la conocían quedaban admirados —declaró el administrador—. Sin embargo, amigos míos, yo no sólo apreciaba su belleza y su bondad; estas dos virtudes van de la mano con la naturaleza femenina, y por tal razón son bastante frecuentes en este mundo. La amaba por otra faceta de su personalidad: la quería —¡Dios la tenga en su gloria!— porque me era fiel, aun con su carácter alegre y juguetón. Me guardaba fidelidad a pesar de que tenía veinte años y yo sesenta. Sí, señores; era totalmente fiel conmigo, un viejo.

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