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En algún momento le pregunté qué ocurría, pero no respondió y siguió pasando la peineta una y otra vez por el mismo lugar. Es verdad que mi cabello no era el más dócil, pero no creía que ese fuera el motivo de aquel reiterativo movimiento sobre mi cabeza. “Algo le preocupa”, pensaba mientras en cada repasar del peine la hundía entre los hombros, buscando disminuir la dolorosa presión que empezaba a lastimarme. La veía angustiada, pero inmutable, como esas pinturas antiguas de vírgenes que cuelgan en las murallas de las iglesias. Aquellas imágenes en mi mente se cancelaban cuando, sin poder evitarlo, lanzaba cortos y agudos gritos de dolor, pues los dientes del cepillo parecían incrustarse como aguzadas espinas en mi cuero cabelludo.
Motivos para estar preocupada, angustiarse o estar triste habían de sobra en la rancha y lejos de ella, pobreza principalmente, muchísima miseria y todo lo que esta incluye.
Afuera se oía refunfuñar a la mamita Gema con los perros y gatos —integrantes de la familia—, pues cada día evacuaban raciones de fétidos mojones entre sus plantas y yerbas medicinales que atendía con tanta dedicación. Las primeras horas de la jornada las repartía entre el riego de su pequeño jardín y dar de comer al “Paco malo” y al “Nerón” —fieles guardianes de la casa—, más una partida de gatos y gatas que iban y venían con esa autonomía tan propia de los felinos. Sin embargo, el esmero principal de la abuela era mantener el agua hirviendo en esa legendaria tetera incrustada de hollín que, a veces, entre silbidos y vapores, parecía suplicarnos que la diéramos de baja o al menos un descanso después de arder años completos sobre la cocinilla a parafina.