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Otro detalle que tampoco pasó inadvertido fue que, en esta oportunidad, la Eli se había puesto su mejor ropa: una falda negra entallada que resaltaba sus pequeñas caderas y la hacía ver esbelta, como pituca, más una blusa color lila con encajes en mangas y cuello. Se veía linda, como esas modelos que salen en las revistas, o como aquellas mujeres que aparecen en la televisión leyendo noticias. No por nada los últimos cinco años consecutivos había sido reelegida como la indiscutible Reina del Campamento.

La abuela decía que esos colores en la vestimenta debían ser usados en ocasiones especiales, porque dan a las personas un aire distinguido. Mi mamá esta vez no vestiría su clásico blue jean americano, al que poco y nada le iba quedando de su característico tinte azul índigo. Supuse entonces que esta salida tendría un destino importante, incluso que me invitara avivaba mi entusiasmo, porque cada vez que lo hacía, conocía lugares nuevos y me sentía importante, el “hombre de la casa”. Además, siempre muy cariñosa y preocupada, se las ingeniaba para comprarnos algunas cositas: calzoncillos para mí, calcetas para la abuela y algunos dulces de pastelería, como chilenitos o berlines.

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