Читать книгу Tijeras al viento онлайн

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Sabido era que antes de que la abuela, la Eli, yo o cualquier visita dejara caer su humanidad sobre el sofá, se debían tomar algunas precauciones como recubrirlo con cartones, cojines, almohadas y toda clase de trapos para no pincharse con las hebras duras y quebradizas del mimbre. Para la mamita, esta opción de descanso no siempre terminaba dándole ese merecido relajo que tan bien le hacía. La mayoría de las veces se transformaba en una dolorosa trampa que no solo le causaba heridas en su famélica y curvada espalda, sino que las alevosas astillas del asiento, cual pequeñas y furtivas víboras, también se quedaban bien enrolladas entre sus ropas —que solían ser de lana—. Entonces, una vez que se quedaba allí, inmovilizada y exhausta, tras varios intentos fallidos por zafarse de las astillas, se podía decir que sí estaba descansando, con su boca bien abierta y los labios hundidos, vulnerable al paseo y aterrizaje de las moscas que no eran pocas, revoloteando en el mismísimo centro de nuestra rancha. La veía reclinada en uno de los ángulos del respaldar, cada tanto y a media tarde, plácida, despreocupada y a la vez poderosa, arrebozada en su chal de vellón gris heredado de su madre. Se quedaba profundamente dormida, soñando quizás con una mejor suerte o destino, una vida distinta para todos.

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