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“El agua caliente no puede faltar en una casa porque, aunque sea una taza de agua pelá, la tenemos y la tomaremos felices”, decía la mamita Gema.

Para que se cumpliera esa sentencia, y sobre todo para que la abuela no anduviera trajinando para arriba y para abajo, o tuviera que allegarse a las colas interminables que se hacían frente a los grifos públicos —que no siempre funcionaban—, la Eli y yo nos encargábamos de abastecernos del líquido vital para la semana y así estar seguros de tomarnos ese tecito reconfortante y necesario, a toda hora y en cada evento.

Luego de enjuagar sus huesudas y arrugadas manos en una palangana de latón enmohecida y abollada que servía de lavaplatos, se fue a sentar al sofá de mimbre o lo que quedaba de él. Añoso y desvencijado como la misma abuela que, de un tiempo a esta parte, dejaba ver con menos disimulo sus achaques y el evidente mal estado general de su salud. Aunque se aplicaba a sus tareas cotidianas, voluntariosa y sin quejas, su antigua condición de vida no resultó ser la garante para tener una mejor vejez.

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