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Sin embargo, su cara compungida me preocupaba y confundía. También reparé en el hecho de que antes de despertar, se estuvo acicalando por largo rato, como a la abuela y a mí nos gustaba. Así, bien maquillada, ya no se le notaban tanto las dos cicatrices que tenía talladas en su cara, una pequeña pegada a su pómulo izquierdo y la otra más grande surcándole por encima de su ceja, también del mismo lado.

Puse toda mi atención en su larga y hermosa cabellera rubia, que era lo que más llamaba la atención junto a sus ojos celestes. La abuela le decía —cuando mi mamá le pedía que le cepillara el pelo antes de acostarse— que era como tomar entre las manos una faja de trigo en verano a pleno sol, como tantas veces lo hizo en los trigales de su Ñuble natal.

Y tenía toda la razón. Solo le agregué que, con o sin sol, brillaba con la misma intensidad, y esa mañana lo hacía como nunca. En un momento le pedí que soltara su cabello para verlo ondear sobre su espalda como lo lucía la mayor parte del tiempo, ya que esta vez se lo había tomado con una cinta negra a la altura del cuello.

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