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La mamita Gema siempre tenía bien presente, con cierto orgullo, los días en que el fina’o tata sagradamente cumplía con llevar el sustento necesario para su familia.

—No nos faltaban los abarrotes para el mes, ni la teja de carne fresquita del matadero Franklin donde trabajó toda su vida como matarife. Nos alcanzaba hasta para convidar a las vecinas —recordaba con un tono casi presuntuoso. Luego proseguía su relato cambiando su semblante y timbre de voz a uno más quebradizo e inaudible.

—Lo malo era que, junto con las provisiones y otros embelecos, venía también su infaltable y generosa chuica de vino que no paraba de consumir por fines de semanas enteros, durante años. Hasta que, al final, ese maldito vicio y la parca le sirvieron la última copa de tinto para terminar, un día cualquiera, con su maltrecha vida; y de paso arrebatarnos el único sustento con que contábamos por aquel entonces.

Colmada de insufribles recuerdos, liberó un apretado suspiro cargado de dolor con el cual cerró su breve relato. Aunque no era quién para juzgar a mi abuelo, creía que debía estar bien donde estuviese. Bien engarrafado, seguramente, como le gustaba estar, según los dichos de mi abuela. Muy sincronizados y en silencio, dirigimos la miranda a la única —raída y amarillenta— foto enmarcada que colgaba de la pared, donde se veía al tata Macario junto a mi mamita Gema. Jovencitos ambos, haciendo un brindis en copas de cristal con motivo de su matrimonio religioso, allá por las tierras de San Fernando, un 23 de agosto de 1910.

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